Época:
Inicio: Año 1500
Fin: Año 1500

Antecedente:
Victoria en Cefalonia



Comentario

Con anterioridad a la consumación de la fórmula jurídica de la "unión de Coronas", las cancillerías de Castilla y Aragón habían mantenido directrices opuestas en su política exterior, a favor y en contra de una alianza bilateral con Francia, respectivamente. Pero, finiquitada la Guerra de Granada (1492), cuando al fin los Reyes Católicos pudieron desviar sus energías hacia los proyectos atlánticos y mediterráneos, prevaleció la postura fernandina en la esfera internacional: de inmediato, se chocó con el ambicioso vecino galo por la disputa del Rosellón y del Milanesado, en cuyos territorios las tropas del Gran Capitán hubieron de frenar la invasión en toda regla organizada por Carlos VIII (rey, 1483-98).
La respuesta hispana a aquella campaña se fundamentaba en que conculcaba una cláusula del tratado de Barcelona de 1493, puesto que los franceses amenazaban territorios pontificios, cuyo señor era aliado de los Reyes Católicos. Al mismo tiempo, éstos trataban de afianzar el protectorado sobre Navarra, ganar la amistad del papa Borgia y asegurarse la libertad de movimientos de su marina en el Mediterráneo occidental, para lo cual firmaron con la república marítima de Génova un tratado de paz perpetua. Las famosas "guerras de Italia" inauguraban un mosaico cambiante de coaliciones y enfrentamientos entre las Señorías italianas, y, sobre todo, la península itálica se convertía en el escenario donde dirimirán sus disputas las potencias europeas durante el siglo subsiguiente. De forma que la Liga Santa integrada por España, el Papado, el emperador Maximiliano, Milán; Venecia, Inglaterra y Navarra, y sobre manera, la acción de un ejército experimentado y curtido en el empleo de nuevas armas y tácticas -estaban naciendo los tercios-, obligaron a Carlos VIII a retirarse a Francia, en 1496.

Sin embargo, cerrado en falso el problema, en el tiempo en que se intentaba dar una lección al Turco en el episodio de Cefalonia, Fernando el Católico y Luis XII de Francia -que acababa de acceder al trono- acordaron repartirse el reino de Nápoles a partes iguales, jurándose perpetua confederación y amistad. A tal efecto, destronaron al débil monarca don Fadrique, con el pretexto de su tentativa de alianza con los infieles, y ratificaron el acuerdo en secreto por el tratado de Granada de 11 de noviembre de 1500. El papa Alejandro VI no sólo aprobó esta concordia cuando se le hizo partícipe de la misma, sino que dispuso lo necesario para otorgar sendas investiduras a los soberanos de Francia y España en la parte del reino napolitano que les hubiese correspondido en la división diplomática.

Entre tanto, en medio de un clima de recelo mutuo, los ejércitos de unos y otros se habían apresurado a efectuar los primeros movimientos estratégicos: los franceses, dirigidos por el veterano Aubigny, provocaron un auténtico baño de sangre en Capua con fines ejemplarizantes, mientras los españoles guiados por los cuadros de mando de Fernández de Córdoba sometieron la calabresa plaza de Tarento. Ambos hicieron prisioneros ilustres que sirvieran de moneda de cambio en las siguientes negociaciones: los galos obligaron al destronado don Fadrique a aceptar el ducado de Anjou, en cuyo señorío permaneció vigilado hasta su muerte; los hispanos remitieron a Castilla al hijo del anterior, a la sazón duque de Calabria.

Nada quedaba arreglado. Más bien, todo estaba dispuesto para que en la primera desavenencia por el reparto estallase la guerra entre los dos ejércitos más poderosos de Europa. A la discusión sobre los límites de ocupación, le sucedieron las inapelables victorias del Gran Capitán en Ceriñola y Garellano, en tanto la paz de Blois de 1505 reconocía la hegemonía española en Italia que se prolongará por un par de centurias.